28.5.10
El enmascado Fernando Pessoa
En papeles costrosos que guardaba en el bolsillo escribía donde le sorprendía la inspiración, en los despachos comerciales, al pie de la cazalla en el café, en un banco de una calle, en su casa, de noche, de madrugada, siempre a cualquier hora.
Por Manuel Vincent.
Antes de destruirse del todo, en la época en que tuvo un alcohol más sosegado, Fernando Pessoa se ganaba la vida como traductor de inglés en algunos despachos comerciales. Con un horario anárquico entraba y salía de las oficinas de Lavado y de Mayer, situadas en la Baixa de Lisboa, y allí tecleaba con una máquina anquilosada la correspondencia mercantil, original y copia, sin hablar con nadie, un oficio que le dejaba tiempo para escribir a lápiz fragmentos de poemas en la misma mesa de trabajo. Hay que imaginarlo con sombrero, pajarita muy rosada, bigote espeso, los lentes ovalados sin montura pinzados en la cepa de la nariz cruzando la Rua de Prata, hecho un dandy ya un poco descalabrado, en dirección al café A Brasileira, donde solía a verse con otros escritores y periodistas bohemios, día y noche. Bebía con ellos. Hablaba de proyectos literarios nunca realizados y volvía al trabajo o se iba a la cama. Los camareros sabían los gustos de su hígado. Nada de whisky o de cerveza. Simplemente cazalla, un aguardiente duro que llega más al alma de los poetas para calentar sus sueños. En esta época, con 25 años, en el café, el café A Brasileira, la del Chiado o la del Rossio, era un eje de humo, que hacía girar una rueda dentada. “Animal, mamífero, placentario, megalómano, con rasgos dipsómano, poeta, con vocación de escritor satírico, ciudadano universal, filósofo idealista. Soy un degenerado superior”. Así se definía cuando estaba muy borracho.
Pessoa había nacido en Lisboa, en el número 4 del Largo de San Carlos, hoy Directorio, el 13 de junio de 1888, vástago de militares y jurisconsultos, mezcla de hidalgos y judíos, todos arruinados como manda la estética. Fue un niño mimado. Desde lo más hondo de la ebriedad el poeta siempre recordaría su infancia en Lisboa como un paraíso lleno de caricias maternales. Aquella dicha duró hasta que a los cinco años murió su padre y el paraíso fue invadido por un extraño. El comandante Joao Miguel Rosa, Cónsul de Portugal en Durban, Natal contrajo, matrimonio por poderes con la viuda y mandó a llamar a su esposa e hijastro a Sudáfrica, donde el chico fue educado en el high school de esa ciudad e ingresó en la Universidad del Cabo de Buena Esperanza después de ganar a los 15 años el premio Reina Victoria de estilo en lengua inglesa. No tenía amigos. El adolescente Pessoa sólo hablaba con los personajes imaginarios, sus fieles compañeros, que se llevó de Lisboa, fantasmas dotados por él de carne y hueso. Regreso a Portugal. Se matriculó en Filosofía. Entonces devoraba dos libros diarios. Hegel, Kant, Tennyson, Keats, Shelley. Se veía con sus amigos en A Brasileira tres veces al día a cualquier hora. Paseaba. Escribía los primeros poemas simbolistas. Bebía. En la oficina había conocido a una mecanógrafa llamada Ofelia. Ensayó la forma de enamorarse. Le escribía cartas obsesivas y tardó un año en lograr llevarla a pasear a orillas del Tajo, pero allí sentados miraban el curso del río sin atreverse a rozarse siquiera la yema de los dedos. Cuando la chica, después de tantos suspiros, poemas y cartas, ya entregada, le requirió para casarse, su difusa homosexualidad lo dejó paralizado. “Amémonos tranquilamente, pensando que podríamos/ si quisiéramos, cambiar besos y abrazos y caricias, /pero que más vale estar sentados uno junto al otro/ oyendo correr el río y viéndolo/”. Con el poeta Sa Carneiro, hijo de familia pudiente, imaginó hazañas editoriales. Nada. Mandaba algún poema, algún artículo a las revistas efímeras, El Águila, Renacença, Orpheu, que nacían llenas de entusiasmo y se desvanecían al tercer número. Mientras tanto, en papeles costrosos que guardaba en el bolsillo seguía escribiendo donde le asaltara la inspiración, durante el trabajo en los despachos comerciales, al pie de la cazalla en el café, en un banco de una calle, en casa, de noche, de madrugada, siempre a cualquier hora. Luego metía esos papeles en un arca forrada de terciopelo raído como el náufrago que arroja una botella al mar.
Pessoa había llamado unos seres imaginarios, herederos de aquellos con los que él hablaba a solas en la infancia. Han sido llamados heterónimos. Se expresaría a través de ellos para enmascararse, como había utilizado el inglés de sus primeros poemas para atacar desde la anarquía juvenil todas las instituciones, la religión, el matrimonio y la patria. Alberto Caeiro sería, el panteísta, el poeta de la naturaleza. Ricardo Reis haría el portador de todos los valores paganos, un contemplativo horaciano que veía pasar la vida con una elegante serenidad sabiendo que al final todo se disuelve en la nada. Álvaro de Campos sería el filósofo existencialista, a veces, metafísico, destructivo y libre. En medio de estas tres proyecciones de su alma, a veces Pessoa asomaba la propia cabeza. Bebía y la volvía a amagar. Nunca abandonó Lisboa. Un viaje a Cascai en tranvía o a Sintra en un Chevrolet imaginario donde recibió en el camino el beso volado de una niña que creía que era un príncipe el que pasaba. Un buen día recibió la noticia de que su padrastro había muerto en Durban. El joven sintió que un grajo levantaba vuelo desde su nuca. Luego llegó a Lisboa la madre, convertida en una anciana de 58 años. En ese momento creyó de nuevo estar a salvo. Su madre y el poeta amigo Sá Carneiro eran las únicas fuerzas que aún le permitían reconocerse borracho en el espejo. Pero llegó el momento en que su madre murió y Sá Carneiro, que había huido a París, a los 26 años se pegó un tiro en la habitación de un hotel. Sin ningún asidero Fernando Pessoa decidió suicidarse lentamente sin dejar nunca de ser un caballero con la bufanda cruzada en el pecho. Ni siquiera tenía hogar propio, siempre a merced de familiares o de fondas con olor a hervido de coliflor. Abandonó las tertulias con sus compañeros bohemios en la Brasileira, aunque siempre había alguien que le metía unos reales en el bolsillo del abrigo para su sopa caliente, pero al final sólo se alimentaba de cazalla. El café Martinho dArcade, bajo los soportales de la plaza del Comercio, era su nuevo abrevadero. Allí bebía ya en soledad mientras el arca de casa se iba llenando de papeles. Cuando soñaba aún con publicar su obra, proyecto siempre fracasado, en octubre de 1935 sufrió un cólico hepático. Le llevaron al hospital de San Luis de los Franceses. Entró en coma. El 30 de noviembre en un momento de lucidez dijo a su enfermera: “Dadme las gafas”. Fueron sus últimas palabras.
Pasados algunos años, cuando ya había olvidado, alguien abrió el arca forrada de terciopelo y encontró el tesoro. En ese arca dormía uno de los más grandes poetas de la literatura universal, el anárquico, proteico, profundo, agnóstico, ocultista, metafísico, existencialista Fernando Pessoa.
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