19.8.10

El cineasta español Luis Buñuel. El poeta de la oscuridad

Poeta de la oscuridad Por Carlos Boyero Luis Buñuel captó en sus mejores filmes la terrible belleza de México en un implacable blanco y negro. Al ser Luis Buñuel, el creador de cine, junto a Chaplin y Welles, que ha generado, más bibliografía, ensayos, memorias, citas literarias, estudios y referencias impresas, la justificada mitología que acaparaba conseguía que los adolescentes cinéfilos y con afición a la lectura en la España de la década de los sesentas tuvieran toneladas de información sobre su legendario cine y compleja personalidad antes de haber visto sus películas, ya que las más problemáticas estaban anatomizadas por la censura y el resto sufrían el desdén de los perspicaces y arriesgados distribuidores. Paradójicamente, la obra del artista español del siglo XX más reconocido y venerado internacionalmente, junto a Picasso, era un ilustre desconocida en la desagradecida tierra que lo parió. El sólido rostro de este hombre también nos resultaba inidentificable a través de las fotografías a los que anhelábamos descubrir su arte. Lo cual no evitó a mis mitómanos 15 años ver paseando en soledad por una calle de Toledo a un señor con apariencia de campesino taciturno que tenía la misma jeta que el blasfemo y apátrida Buñuel. Superando el temblor de piernas y la turbadora sensación de que acababa de ver a Dios en carne y hueso, fui siguiendo como un fan enloquecido al mitológico. Subió a la torre de una iglesia y miraba ensimismado un campanario (años más tarde descubrí que ése era el escenario en el que Tristana soñaba con la cabeza de Don Lope colgando de un badajo), me atreví a pedirle un terrenal autógrafo a alguien que mi imaginación consideraba celestial, inabordable y hosco, fue educado, cálido, comunicativo y generoso con un crío que podría importunarle o distraerle. Nunca he vuelto a pedir autógrafo, pero guardo aquél como un tesoro. Poco después comprobé a través de los benditos cineclubs y posteriormente en puntuales y épicos viajes en autostop a los atracones de cine prohibidos en España que te ofrecían en Biarritz y en pueblos del sur de Francia, que todo lo que había leído o me habían contado sobre la excepcionalidad del cine de este hombre era cierto, que lo suyo no era eso tan probable o frecuente del talento sino algo tan escaso, maravilloso y genético llamado genialidad, un universo tan personal como intransferible expresado a lo largo de los cincuenta fecundados años que transcurren entre el Perro andaluz y Ese oscuro objeto del deseo. No descubrí ese mundo en orden cronológico sino anárquicamente, pero aunque no existieran los acreditativos títulos de créditos cualquier espectador con un mínimo de receptividad tiene claro que desde el plano de esa navaja de afeitar seccionando un ojo abierto a lo Fernando Rey con un inexplicable fardo al hombro, imágenes que abren y cierran su obra, sólo las puede haber concebido la misma persona. Da igual la época, el lugar y el idioma en el que haya rodado sus obsesiones, con presupuestos de lujo o con el posibilismo que le imponen los medios paupérrimos, con estrellas o con actores infames. El resultados no es cine francés, mexicano o español. Es cine de Buñuel. Admitiendo que su personalidad es ancestral e inmediatamente reconocible en cada una de sus películas, yo siento racional adicción y renovada hipnosis por su larga y extraordinaria época mexicana. También por sus dos obras maestras Viridiana y Tristana. De sus orígenes y sus variados retornos a Francia, lo que más me gusta, además de su bautizo en las inmarchitables explosiones surrealistas de El perro andaluz y La edad de oro –no está claro la responsabilidad que le corresponde a Dalí, cual fue la aportación en esas bombas con efectos perdurables del brillante “avida dollars”-son la corrosiva y fetichista Diario de una camarera y la siempre misteriosa historia de la modélica señora burguesa que ejerce de puta diurna en Bella de jour. No me apasionan sus muy profesionales pero también contenidas Así es la aurora, La muerte en este jardín, Los ambiciosos o las tan bien vestidas como frías La Vía Láctea, El discreto encanto de la burguesía y el Fantasma de la libertad, películas masivamente frecuentadas y comentadas por un público ansioso de obtener el diploma cultural y el “ponga el Buñuel más sofisticado en su mesa”. El seguía en lo suyo, a pesar del Oscar, del reconocimiento de todas las academias, de la admiración de la plana mayor del gran cine norteamericano (Ford, Hitchcock, Wilder, Mamoulian, Wyler y Cukor, entre otras luminarias, le rinden tributo al guerrillero que nunca perdió su pureza artística, su perturbadora visión de las personas y las cosas), deque la transgresora marca Buñuel se cotice inmejorablemente en el mercado de los mitos culturales. El Buñuel que más amo, el que puedo revisar todos los años sin temor al desgaste, está ambientado en México, hablado en español, fotografiado en blanco y negro y posee inconfundible y adictivo olor y sabor. Son los perdidos y acorralados niños del lumpen de Los olvidados, el irrecuperable y autodestructivo paranoico de Él, el psicoanalizable y divertido matador de hembras Archibaldo de la Cruz en Ensayo de un crimen, las quijotescas desventuras a través de caminos polvorientos y rodeado de friquis del conmovedor padre Nazario en Nazarín, el tragicómico enclaustramiento de los náufragos urbanos en El ángel exterminador, la amenazada soledad y las tentaciones que padece el eremita en Simón del desierto, la pulsión erótica de La Joven, la gozosa subversión del melodrama en las perversas Susana, demonio y carne y Abismos de pasión. Sólo pudo o quiso rodar en España en tres ocasiones y los resultados siguen provocando escalofríos, incluido ese revolucionario documental titulado Las Hurdes, tierra sin pan. Que tuviera que permanecer físicamente la mayor parte de su existencia fuera de sus raíces, no consiguió que perdiera sus señas de identidad. Las geniales y raciales Viridiana y Tristana son el impagable regalo al cine español de un artista con memoria sentimental y privilegiada. Todo es turbador y memorable en la historia de esa mujer empeñada en arreglar el mundo de los desheredados y convencida de que la caridad puede ser efectiva, en su desolado fracaso, en su integración final en la vida real aceptando el triángulo carnal con su lúbrico primo y su realista amante. Y es transparente que en el simultáneamente admirable y detestable Don Lope de Tristana, Buñuel ajustó cuentas consigo mismo, con sus fantasmas, obsesiones y contradicciones de un personaje complejo al que conocía demasiado bien. Todo resulta inquietante en las imágenes con las que este creador irrepetible expresó su visión del mundo. Dan miedo, intrigan y fascinan. Domina el lenguaje de los sueños, es imprevisible, es el poeta de la oscuridad.

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