6.12.10

Velàzquez

Ramón GAYA Lo que decididamente hace de la pintura de Velázquez algo tan difícil -pese a su sencilla apariencia- es esa rara inclinación suya a no ser obra, a no ser corpórea Es cierto que en la pintura de Velázquez no hay, propiamente, colores, pero no se trata de una carencia, sino de una... elevación, de una purificación. El color, en efecto, no está, o no está ya en el lienzo, pero no ha sido suprimido, evitado, sino transfigurado -no trocado ni confundido con otra cosa-; ha sido llevado a esa diáfana totalidad en que Velázquez desemboca siempre. Su conducta respecto al color, como respecto a tantos otros consabidos problemas técnicos de la pintura -el dibujo, la composición, la perspectiva, el claroscuro, el estilo-, es, desde luego, insólita. Así como los demás pintores suelen plantarse delante del lienzo como delante de una pizarra -y es allí, una vez reunidos todos aquellos elementos que según parece constituyen las premisas de un cuadro, donde empiezan a trajinar, a plantear, a operar-, Velázquez pasa dulcemente de largo y se desentiende de todo. Se diría que lo suyo es libertarlo, disolverlo todo en la inmensa caja del aire, es decir, hacer desaparecer, como por encanto y de un soplo invisible, las reglas del juego, pero sin el subversivo propósito de cambiar unas reglas por otras, sin condenar nada, sin imponer nada. Lo suyo sería, pues, como una vigorosa conducta que no fuera propiamente “hacer” sino “estar”, estarse en una quietud fecunda, una quietud que “se apodera” de todo, sí, pero sin sombra de aprovechamiento, de avaricia, sino que se apodera de todo para... “irradiarlo”. La actitud de Velázquez es siempre una y la misma, ya sea que se encuentre ante el misterioso espectáculo de lo real o ante el intrincado problema de lo pictórico, y tiene para con todo una especie de amorosa desdeñosidad, casi de olvido. Lo que decididamente hace de la pintura de Velázquez algo tan difícil -pese a su sencilla apariencia-, es esa rara inclinación suya a no ser obra, a no ser corpórea. Al toparnos con las obras de arte caemos siempre en la desdichada tentación de la crítica artística sin advertir el error y la viciosidad que hay en ella, que habita sin remedio en ella: confundir lo que sucede en el arte, con “el ser” del arte, confundir lo que no es más que simple historia con lo que ha de ser naturaleza, lo que no es más que simple acción con lo que ha de ser vida. Nos interesamos, sobre todo, por la “circunstancia” y por el azaroso vaivén mundanal y social del arte; estamos muy embebidos en las peripecias y vicisitudes del arte, pero completamente desentendidos de “su ser”, de su ser animal, de su fondo animal, de su alma antigua de animal presente, viviente, viejo como el hombre. Y desentendidos, distraídos de ese punto, es ya muy fácil caer en la idea impensada de que el arte es cosa, “cosa mentale”, algo que se proyecta y se construye; algo que aparece, de cuando en cuando, como una bonita ocurrencia del hombre, en medio de la muy atareada sociedad. Claro que eso que se supone ser el arte, existe ¡y de qué manera! -por ejemplo, absolutamente todo el arte francés; gran parte del esplendoroso Renacimiento italiano; una buena porción del forzado Siglo de Oro español-; todo eso que se da por sentado ser el arte, existe, y existe con toda legitimidad, con toda validez: viene a darnos testimonio, prueba constante de la fuerza activa del espíritu, del poderoso y hacendoso espíritu humano. Pero habría que añadir entonces que es el Arte nada más. Porque, claro, tenemos conocimiento de una fuerza mucho mayor; es una fuerza creadora, paridora de unas criaturas completas, naturales, reales, de carne y sangre; es esa, precisamente, la energía vital, animal, que ha ido dándonos tal figura del Partenón, o tal viejo “paisaje chino”, o “El Crepúsculo” de Miguel ángel, o “Las meninas” de Velázquez, o la “Betshabé” de Rembrandt, o “Don Quijote”, o “Hamlet”, o la “Flauta mágica”, o “Anna Karenina”, o “Fortunata y Jacinta”: unas obras que no son obras, un arte que no es arte. No se trata de condenar ese noble ejercicio que es el arte, sino de verlo en su verdadera condición de tránsito, de paso. Un artista como Rafael, que es sólo un artista, un gran artista nada más, es lógico que ponga todo su inspirado empeño en hacer obras de arte; como por otro lado le sucede a Góngora, como le sucede a Wagner -que es lo que no le perdonará Nietzsche-; como le sucede a Mallarmé, a Seurat, y a tantos otros, cada uno en su categoría y naturaleza propias. Por el contrario, Velázquez, que no es un artista, que es lo más opuesto a un artista, es natural que no ponga demasiada atención en el arte, en la obra de arte. Y no es que le disguste la pintura, sino que su gusto -que es, precisamente, ese: pintar-, sin renegarlo, parece como mantenido a cierta distancia, o mejor, mantenido en su carácter propio de personal complacencia y nada más; su alta “vocación instintiva” es otra, como es otra, por ejemplo, la vocación de un Van Eyck o de un Tiziano, aunque suelen pasar por simples grandes pintores; ni el autor de “Los esposos Arnolfini”, ni el de la “Pietá” veneciana, ni el del “Bobo de Coria” tratan de gozarse en una tarea artística, ni de realizar una obra artística válida y útil como belleza, como donativo de belleza a la sociedad; lo que buscan es ir creando unos seres vivos, unos hijos vivos que poder darle, no a la sociedad -que no juega aquí- sino a la realidad, a la hambrienta y dura realidad. En Velázquez, ese gesto de despego es, diríamos, tan apagadamente musical, regulado por un “tempo” tan apacible, que casi no se nota, ni se oye, ni se ve; es como si se saliera poco a poco del arte sin sentir; como si se levantara y arrancara del voluptuoso barrizal del arte, no con violencia o decisión heroica a la manera de Miguel ángel o de Tolstoy, sino muy tierna y silenciosamente; como si se fuera de allí -de ese lugar malsano, palúdico, que es el arte-, no escapando por pies, ni siquiera en forma de vuelo, sino por un milagroso acto simple y solemne de “ascensión”.

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