29.1.11
CRIMEN & POESÍA
Sagrado Corazón, de César Ángeles L.
POR: Roger Santiváñez
(Ph.D. Bennington College. Visiting Professor Latin American Literature)
“Maté a mi madre / ¿y ahora qué?” así comienza este nuevo libro del poeta César Ángeles L. Lo que inmediatamente nos recuerda el “Tuve que matarte, papito” de Silvia Plath, la gran poeta suicida norteamericana. Y es que quizá haya una relación entre dicha poeta y Lizzie Borden –también poeta– la joven que asesinó a su madre propinándole 65 cuchilladas en la cocina de su casa en el limeño distrito de San Martín de Porres. Ángeles conoció episódicamente a Borden en una universidad privada de formación católica, durante la ceremonia de premiación de los Juegos Florales (2004) cuyo premio en poesía obtuvo dicha joven. Impactado por la noticia, el poeta ha escrito este volumen titulado precisamente Sagrado Corazón (Tranvías Editores & posiciónEDITORES. Lima 2009) quizá para llamar la atención –irónicamente– sobre la falla estructural de este orden establecido: una muchacha de clase media –hija de un abogado– supuestamente bien educada (ahora comprendemos mejor el título de Almodóvar La mala educación) y para más señas estudiante de la mencionada Universidad que –se supone también– provee una sólida formación católica a la juventud burguesa de nuestro país.
Logrado este primer cometido angeliano (por no decir angelical: no olvidemos que el ángel rebelde –Luzbel– fue la más bella y perfecta criatura celestial antes de su acción subversiva) y en esto quizá estén unidos el poeta Ángel-es y su personaje Lizzie Borden. Quiero decir, en su rebeldía contra la formación modélica de una clase y de un sistema. Y de allí provenga –poéticamente– la identificación del poeta con el escogido tema de su libro. Es decir, más allá de la anécdota mediante la cual César Ángeles tuvo efímero contacto con esta –según se nos informa– tímida joven en la mencionada premiación poética, nos importa la opción intelectual e ideológica por la que el autor asume el rol de Lizzie, como queda claro desde el primer poema del libro: “Maté a mi madre / ¿y ahora qué?”.
Pero el poeta no se queda en el gesto retórico de un arquetipo sociopolítico sino que logra inmiscuirse en la fibra sentimental –la dimensión psíquica– (aquí la relación de Borden con Plath): “Y todo fue entonces un cine de barrio / sin película”. Y –significativa y freudianamente la relación con el padre–: “Acuérdate papá / que ahora arrugarás mi rostro / en los diarios”. Porque en realidad es la familia –en tanto célula básica del sistema– la que es puesta en tela de juicio: “Acuérdate papá / quién mató a tu mujer / negada visión en la foto familiar”. Lo que no es óbice para la memoria idílica de los hermosos tiempos idos –aunque siempre con la terrible conciencia peruana- donde Ángeles logra un órfico fraseo: “Y acuérdate de los ciervos / del bosque donde caminamos / y del río aquel invierno / en un perdido pueblo de este país / I n c I e r t o / tus palabras que / rompían en lluvia / el cielo por la mañana”.
El segundo poema del volumen constituye un retrato del crimen. Para esto Ángeles echa mano al arsenal vanguardista de la tradición, en este caso probablemente el Altazor de Huidobro. Los versos se desencadenan –como cuchilladas, diríamos– cortados (aquí el símil es vivo reflejo de la realidad) sincopadamente: “Un corte / dos cortes / tres cortes / relámpago siniestro / azufre y veneno / otro corte /otro corte /otro corte / sin luz / mucho sudor / pánico sobre pánico “. Hay un momento visceral –aquí otra vez funciona la capacidad literal de Ángeles: “devuélvele tu ombligo” –le dice a Lizzie mientras ella acuchilla a su madre– y también “sigue gritándote a ti misma” en un movimiento de identificación entre ambas mujeres, las cuales serían una sola persona. Algo así como si Lizzie al asesinar a su madre estuviera –simultáneamente– matándose. En este punto –otra vez- salta la relación con la suicida Silvia Plath. Y más aún cuando leemos los versos finales del poema: “una mole de concreto / apagó el cine de tu poesía”. La vida es una película que de pronto termina. O cambia de destino. Por eso el texto culmina con esta incrustación cinematográfica típicamente conversacional:
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Cárcel de Santa Mónica
Vuelve otra vez el poeta –a través de su personaje– a rememorar el paraíso perdido de la niñez. Pero en ningún momento deja la crítica introspectiva, como cuando se pregunta: “madre, madre: / ¿qué demonios significa esta palabra?” en actitud radical que bordea lo metafísico. En este sentido es sintomático que Ángeles haya escogido citar el Romancero Gitano de García Lorca, tan cargado de un volumen pasional. Del cuchillo de los andaluces pasa el poeta peruano a las puñaladas de Borden, pero se las arregla para darnos la extraña sensación de un salvaje amor, cuando reflexiona sobre la situación con estos versos: “cuchillo corta cuchillo / como en cualquier película de guerra / se entrelazan los amantes /se anudan enemigos / se oponen combatientes / en cualquier arena”. Mas el gran Federico no es su único intertexto: tenemos a Jack, el destripador, de la mitología urbana londinense del siglo XIX, citado vía una aproximación de raigambre expresionista: “es la sangre, Jack / la que inunda esta ciudad desde siempre […] la misma que vuelve pesado / el aleteo de los búhos”.
Hay un trasfondo metafísico en esta poesía. Ese parece ser el resultado y motivo de la investigación poética que lleva a cabo Ángeles, profundamente conmovido por el suceso. De allí que asuma también la voz de la madre asesinada, reclamándole –desde la muerte– a su victimaria: “Lizzie Flor de Magdalena / ese nombre te puse honrando al cielo […] y mira cómo me has cortado”. En realidad hay una fusión entre lo humano (metafísico) y la carga implícita que entraña la queja del sistema (sociopolítico y religioso) por boca de la voz materna. Sin embargo, hay unos versos hasta cierto punto herméticos, desde los cuales podría decirse que el poeta comprende toda la situación por la poesía, algo así como que la muerte termina siendo poesía en todos los casos: “sabes el destino nos ha legado / una flor iccual a mí / la misma imagen y figura / cuyo nombre es poesía”. Esa sería la razón de fondo del crimen. Estaríamos hablando entonces de un asesinato poético.
Hacia el final del poemario, encontramos un par de diálogos con la famosa poeta suicida peruana de la generación del 70, María Emilia Cornejo. Ambos textos (son las dos partes de un solo poema) montan un intertexto que parafrasea las páginas más conocidas de la autora. Es decir: “Soy la muchacha mala de la historia” y “Tímida y avergonzada”. Ángeles encarna la voz de Borden, quien haría estas versiones muy personales, trastocando el sentido básicamente erótico de los textos originales, en explicaciones de su acto criminal. El resultado es un interesante experimento, que no sólo entronca el radicalismo de ambas poetas –Cornejo y Borden– sino que sirve de introducción al siguiente poema titulado Todas son la misma que nos recuerda un trabajo de Alfredo Márquez –del grupo NN– denominado Todas son iguales en el que aparecían las imágenes de Marilyn Monroe y Edith Lagos. Lo importante de todo esto, es que aquí se está planteando una defensa y reivindicación de la mujer, en tanto uno de los seres más abusados, ofendidos y explotados del sistema.
Por otro lado, el poema de Ángeles –dedicado a Sarita Colonia, María Emilia Cornejo y Edith Lagos– está conectado a la serie del cow-boy Linton, de su libro inicial El sol a rayas, que a mi juicio es lo más logrado del conjunto de su obra poética, sin dejar de mencionar el hermoso “En Italia” de su segundo poemario A rojo. Pues bien, aquí Lizzie Borden se transforma en Giuliana Monroe, una pistolera del Lejano Oeste, intensamente buscada por los cazarecompensas. Y Linton –alter ego del poeta– la protege en su escape en acción solidaria, cuya verdadera dimensión descubrimos en los versos finales del poema: “y zambullirme en la nube de polvo / que en su huida deja Giuliana Monroe / corriendo sin mirar hacia la nada /[…]/ hacia la sombra que envían las estrellas / a todos los huérfanos, parias y condenados / de esta tierra / que fue nuestra”.
Es digno de atención el tour de force que realiza Ángeles imprimiéndole una perspectiva desde la izquierda a un escenario como el del Far West ya que está poéticamente logrado. Y puede decirse lo mismo, de toda la serie Linton donde testimoniando una formación cultural heredada del comic y las series televisivas norteamericanas que llegaban al Perú durante los 60s –infancia del poeta– César Ángeles –talento en mano– consigue una genuina expresión que abre un rumbo distinto en la poesía peruana desde 1980 para acá.
El último texto de Sagrado Corazón es una prosa poética (o poema en prosa) que recoge en su título un concepto de Juan Javier Salazar –probablemente el artista plástico no-objetual más importante en el Perú actual– “El ñoba ritual”. Efectivamente, la escena reproduce el baño refrescante que le da a Lizzie su padre cuando ella era niña –con las obvias connotaciones freudianas- en una suerte de paraíso súbitamente interrumpido por la aparición de la madre, quien abre “La maldita puerta negra, de la inmensa noche”. El complejo de Edipo (o Electra, para el caso) estaría funcionando –según el poema– e informaría claramente acerca de las profundas motivaciones de la poeta para matar a su mamá. Pero eso en realidad, quizá nunca lo sabremos. Este texto está entre lo mejor escrito de todo el libro. Y con eso podemos darnos por satisfechos, ya que como César Ángeles afirma en la nota final, se trata de una elucubración poética a partir de algunos sucesos reales.
Es difícil medir y comprender la motivación de un parricida. Realmente, un arcano. Pero también hay que ser valiente para internarse poéticamente en un tema como este. César Ángeles L. se lo propuso –y a mi juicio– salió airoso de este puntual desafío.
5 de abril del 2009 /
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