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Nietzsche y Lou Andreas-Salomé
Un infernal verano
Friedrich Nietzsche
José Antonio MARINA
Lou nos recibió en un cenador campestre. Estaba con August Endell, autor de unos olvidados libros sobre estética. Quisieron inmortalizar el momento y me pidieron que les sacase una fotografía. Lou está apoyada en una pequeña varanda, bella, sonrient
e y serena.
Vi por última vez a Nietzsche en 1897.Ya hacía ocho años que la locura le había secuestrado en Turín, mientras lloraba abrazado al cuello de un caballo. Su hermana Elisabeth me contó algunas historias conmovedoras. Flashes de lucidez. Un día vio que Friedrich miraba con mucha atención un libro que ella acababa de cerrar. Se lo entregó. Con voz de niño inseguro que busca confirmación, preguntó: “También yo escribí libros bonitos, ¿verdad?”.
Fui un admirador precoz de la obra de Nietzsche tras escuchar a Geor Brandès hablar de él en Copenhague en 1888. Gracias a él conocí también la existencia de una inquietante muchacha rusa, Lou Andreas-Salomé, especialista en romper las cañas tronchadas y apagar los pábilos humeantes. Educado en la disciplina kantiana, siempre pensé que todo lo que Nietzsche había escrito no era ciencia, sino autobiografía. Me lo confirmó un texto suyo. Consideraba que la filosofía era “una confesión de su autor, una especie de memorias involuntarias”. Quise saber a qué secreto biográfico respondía Así habló Zaratustra, y por eso visité a su hermana. Y a él de paso. Elisabeth no mostró ningún interés en hablar del invierno de 1883. Pero en la conversación apareció, acompañado de algún epíteto que no recuerdo, el nombre de Lou Andreas-Salomé. Y decidí ir a visitarla.
Sabía que había estado hospedada en casa de una pariente mía, la baronesa Frieda von Bölow, en Munich. Ella me acompañó al nuevo domicilio de Lou, una casa cerca de la montaña, en Wolfratshausen. Vivía allí con un joven poeta, que después alcanzó gran notoriedad, llamado Rainer Maria Rilke. Era un joven de ojos grandes y mentón pequeño, que me pareció demasiado ocupado consigo mismo. Lou nos recibió en un cenador campestre.
Estaba también August Endell, autor de unos olvidados libros sobre estética. Quisieron inmortalizar el momento y me pidieron que les sacase una fotografía. Lou está apoyada en una pequeña varanda, bella, sonriente y serena, como quien contempla el mar desde la orilla. Me pareció fría y feliz.
Después de tomar el té, y por consideración a mi tía, accedió a hablar sin mucho interés de Nietzsche.
“Creo que podría borrarle con el pensamiento de mi vida”, me dijo. De hecho, años después, cuando publicó sus memorias, dejó claro que el personaje importante para ella en aquel momento fue Paul Reé.
-¿Cómo conoció a Nietzsche?
-Yo estaba en Roma con mi madre. Tenía algo más de veinte años. Deseaba fervientemente aprender. Conocí a Paul Reé, quien me habló de un amigo suyo a quien admiraba, Friedrich. Una mañana, en San Pedro, mientras Paul trabajaba dentro de un confesionario, Nietzsche vino hacia mí y me preguntó: “¿En virtud de qué estrellas hemos ido a encontrarnos los dos aquí?” El tono ceremonioso tuvo que impresionar irremediablemente a una muchacha.
-¿Qué le contestó?
-Que yo venía de Zurich, y nos echamos a reír.
-¿Cómo era Nietzsche?
-Era de mediana estatura, de aspecto tranquilo y cabellos negros peinados hacia atrás, modestamente vestido aunque sumamente cuidado. Los rasgos finos y muy expresivos de su boca estaban casi completamente cubiertos por un espeso bigote. Podía perfectamente pasar desapercibido. Sus manos, sin embargo, conquistaban las miradas. Eran incomparablemente hermosas y finas, y el propio Nietzsche decía que revelaban su genio. Casi no veía, pero su vista enferma cubría sus rasgos con un encanto mágico, tenía la mirada volcada hacia adentro, porque toda su actividad no era más que una exploración del alma humana en busca de nuevos horizontes, en busca de esas “posibilidades no agotadas” que no se cansaba nunca de crear y transformar en el fondo de su pensamiento.
-Antes de conocerla, Nietzsche estaba dando vueltas a su Zaratustra ¿Qué recuerda de ese tiempo?
-Friedrich era ante todo una personalidad religiosa. Sólo comprendiéndolo será posible arrojar algo de luz sobre el sentido profundo de su obra, de sus sufrimientos y de sus apoteosis. Anunció con terror la muerte de Dios, y pretendió descubrir un sustituto del dios muerto. “Muertos están todos los dioses, grita Zaratustra: ahora queremos que viva el superhombre”. Me habló horrorizado del eterno retorno. Pensó que era una trágica revelación. Sus sufrimientos podían volverse interminables. Se sentía llamado a predicar una nueva religión. Cuando le conocí, quería dejar de escribir durante diez años para luego volver a retomar su misión.
“Friedrich era ante todo una personalidad religiosa. Sólo comprendiéndolo será posible arrojar algo de luz sobre el sentido profundo de su obra, de sus sufrimientos y de sus apoteosis”, recuerda Lou
Con usted? -Sí, creo que pensó en que yo le acompañara en su epifanía. Pero todo se estropeó porque a los pocos días de conocerme me pidió en matrimonio. Paul Reé también lo había hecho. Les dije que no a ambos. No quería casarme. Mi sueño era un cuarto de trabajo agradable, lleno de libros y flores, flanqueado por dos dormitorios y -entrando y saliendo de nuestra casa- camaradas de trabajo reunidos en un círculo alegre y serio. Mis cinco años con Paul Reé se asemejaron mucho a eso. Pero Friedrich era distinto. Quería otras cosas. Y, además, su hermana consiguió que nos enemistáramos. Le conocí en marzo y nos vimos por última vez creo que en octubre. Durante una excursión al Monte Sacro quizá le besé. Eso fue todo.
No quiso hablar más. Siguió una velada agradable, en la que Rainer Maria Rilke nos recitó -mejor dicho, le recitó a Lou, olvidándose de que nosotros estábamos allí-, un poema que no sé si hablaba de Dios:
Con mano trémula te construimos]
y apilamos átomo sobre átomo.
Pero ¿quién podrá terminarte?
Oh, catedral:
Volví a Berlín y continué indagando. La separación de Lou fue muy dolorosa para Nietzsche. Se sintió traicionado y humillado. Aquel trío en que había puesto grandes esperanzas, que le había proporcionado una energía desconocida, se había deshecho en un embrollo de equívocos. Abandonó Alemania, y se refugió en Rapallo. “Mi salud era mala; el invierno fue frío y lluvioso; un pequeño albergue, situado al borde mismo del mar, tan cerca de ella que las olas me impedían dormir, me ofreció un abrigo insatisfactorio desde todos los puntos de vista. A pesar de ello -y esto es un ejemplo de que lo que es decisivo llega “a pesar de “- fue durante este invierno y en esta incomodidad cuando nació mi Zaratustra. Por la mañana, trepaba hacia el sur, por la carretera que asciende hacia Zoagli, entre los pinos y dominando el inmenso mar; al mediodía iba, contorneando la bahía de Santa Margarita, hasta Portofino. En esos dos caminos me llegó la primera parte de Zaratustra; mejor aún, Zaratustra mismo como tipo; más exactamente, él cayó sobre mí”.
En esta obra no se menciona, curiosamente, el eterno retorno, del que tanto había hablado a Lou. Tal vez el desdichado Friedrich Nietzsche no quiso pensar que aquel engañoso verano podía suceder de nuevo, eternamente. Si he de ser sincero, creo que Nietzsche sólo quiso a una mujer en su vida. Cósima Wagner, la mujer de su admirado enemigo. A ella dirigió algunas de las últimas misivas cuando la enfermedad nublaba ya su alma. Pero esa es otra historia.
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