14.4.10

Breve prefacio a Arthur Rimbaud

Breve prefacio a Arthur Rimbaud Videncia / tropismo de especie humana (Rodolfo Hinostroza) Prendre ses rêves pour des réalités voilà ce dans que le peyotl ne vous laissera jamais sombrer. (Antonin Artaud) * Por William Rowe Si resulta difícil hablar de Rimbaud, será a fin de cuentas porque había llegado a una frontera, al vaciamiento de los signos de la civilización cristiana-burguesa, y porque ahí no existe un punto desde el que se puedan medir y pesar los alcances de su obra. Escribe: ‘Sí, he cerrado los ojos a vuestra luz. Soy un animal, un negro. . . . Los blancos se desembarcan. ¡El cañón! Hay que someterse al bautismo, vestirse, trabajar.’ La opción de lamentar lo perdido, de reanimar de algún modo los símbolos vaciados, la dejamos a los poetas tipo Seamus Heaney y Eugenio Montejo. La cuestión vital está en cómo conciliar la negatividad de Rimbaud con el hecho de que la civilización occidental aparentemente ha superado sus problemas, pidiendo perdón por el negocio de la esclavitud, etc. Si el multiculturalismo ha salvado a los negros de la denigración colonial, si la democracia liberal ha superado el antagonismo social, si el modelo de la sociedad capitalista ha penetrado hasta en la China, parecería entonces que sólo nos queda recuperar el gesto de Rimbaud pensándolo como una fantasía subjetiva, una utopía interna. Rimbaud será en el mejor de los casos un bohemio, un poeta maldito, que gracias a la auto-administración de grandes dosis de estímulos apropiados, accedió a lo maravilloso mediante la poesía. Se quemó, fue vencido por la realidad, etc. No conviene para nuestros días. Se trata de los límites de la literatura, etc. Sólo nos queda ironizar, etc. Sin embargo, el trabajo de la negación que inició Rimbaud va mucho más allá de esta versión de los hechos. Lo difícil es penetrar en esa negación, evitar que se reduzca a una opción meramente subjetiva. Proponemos dos hipótesis: que su poesía reinscribe la subjetividad en el evento histórico, y que a la vez niega la historia como verdad última. El evento que testimonia su poesía es la Comuna de París de 1871; encuentra en la Comuna el sentido de la Revolución Francesa pero no se queda ahí: ‘El canto razonable de los ángeles se eleva del navío salvador: es el amor divino. . . . Uds. me escogen entre los naufragados; ¿los que quedan no son mis amigos? / ¡Sálvalos! / La razón me ha nacido.’ (272) Obviamente se trata del nacimiento de la razón de la Revolución Francesa. Sin embargo, en lo que sigue, esa razón histórica queda negada: ‘En cuanto a la felicidad establecida, doméstica o no . . . no, no puedo. Soy demasiado disipado, demasiado débil. La vida florece por el trabajo, vieja verdad: en cuanto a mí, mi vida carece de peso suficiente, ella vuela y flota lejos encima de la acción, ese punto querido del mundo.’ (274) Surge, en el momento mismo de la lectura, un jalón subjetivo, que se identifica en el gesto de optar por estar fuera mediante el ejercicio de algún tipo de evasión, la decadente en el caso del siglo XIX. Se trata, sin embargo, de un desplazamiento en que insiste el sujeto de nuestro tiempo. Hay que insistir a contracorriente, que lo que atraviesa la disipación no es el abandono de la esperanza sino el trabajo de la negación y que justamente lo difícil es seguir a Rimbaud hasta el final y no abandonarlo a medio camino. Habría que volver por aquellas cartas del ‘vidente’, tan conocidas, que escribe después de una estadía de unas dos semanas en el París de la Comuna, donde se había alistado en los ‘Francotiradores de la Revolución’, alojándose en el cuartel de Babylone. Existe el problema de las lecturas posteriores que se han incrustado a en las cartas y que operan como una especie de pantalla distorsionante: que de lo que se trata es de cultivar la visión poética como cosa en sí, desvinculada de circunstancias y energías históricas puntuales. Como si la imaginación poética fuera una especie de facultad transferible, privativa al oficio, tal como de hecho empieza a serlo en cierto discurso de la época del Romanticismo, por ejemplo en la Biografía literaria de Coleridge, pero no en Blake. Esta idea aparece más nítidamente en cierto Surrealismo y, en el ámbito latinoamericano, en los ensayos de Octavio Paz. Quizás en el fondo del asunto esté la formación del sujeto de la escritura. En Vallejo, en Adán, en Westphalen y en otros poetas de una obra decisiva, encontramos que el sujeto lírico pasa por una especie de muerte simbólica. Eso mismo sería el caso del desordenamiento de los sentidos en Rimbaud. Y habría que añadir que esa crisis se relaciona con otra más amplia por la que debe pasar la poesía: el fracaso de la simbolización frente a lo real. Ésto se produce, para nuestra época, en Pavese, en Paterson de William Carlos Williams, en Olson, en Parra, en el Neruda de Residencia en la tierra. Estas serían las verdaderas obras fundadoras, porque asumen la deriva de la lengua frente a la realidad. Por ahí, y no por el contenido, pasa su relación con la historia. En la su carta a Georges Izambard, profesor suyo y simpatizante con la Comuna, Rimbaud lo acusa de pensar rígidamente, porque quiere someter el sujeto poético a la deuda del individuo para con la sociedad, expresada en el sacrificio de Jesús, ; en otras palabras, el sacrificio al super-yo social. Esa ‘poesía subjetiva’, escribe, ‘será siempre horriblemente insípida.’ Y propone una manera alternativa de pensar el asunto: ‘Espero que, un día, veré en su noción [de la poesía subjetiva] la poesía objetiva, la veré más sinceramente que Ud. Seré un trabajador: ésa es la idea que me detiene cuando la rabia loca me empuja hacia la batalla de París, - donde tantos obreros mueren . . . aún mientras le escribo! trabajar ahora, jamás, jamás; estoy de huelga.’ Y añade: ‘ahora me emborracho, me degrado.’ Me parece importante darse cuenta del cortocircuito que suele producirse al interpretar estas afirmaciones, al incorporarlas dentro de la noción de una subjetividad alternativa, ‘maldita’. Eso equivaldría a tratar la subjetividad como si fuera nada más que un estilo de vida entre otros, de los cuales unos sirven más que otros para escribir poesía, como si los estilos de vida no fuesen productos de la valorización ideológica, que no tuviesen relación con el antagonismo social. La opción de Rimbaud es más desgarrada: habla de ‘la rabia loca’ que lo ‘empuja hacia la batalla de París.’ Rechazar la participación en la lucha a muerte de la Comuna no es poca cosa; es quedarse con esa carga afectiva sin descargarla en la acción. Lo históricamente normativo en ese caso sería desplazar esa carga ajustándola a la realidad (la realidad que impera después de la Comuna). Lo singular de Rimbaud es que preserva lo destrozado: lo que había de afecto y de esperanza. La única manera de preservar esa energía es llevarla a una lucha no menos antagónica. No se trata de desvincularse sino de preservar esa enorme energía de la insurrección de París prolongando su verdad negativa. Vamos por partes. En primer lugar hay el un rechazo a la poesía subjetiva debido a la experiencia de la Comuna: la Comuna coloca en primer plano la realidad del trabajo, y no el sacrificio del individuo, como base de la sociedad. Luego, rápidamente, viene el momento de la negación: la negativa a someterse al trabajo. ¿A qué fuerzas acude Rimbaud para que la fuertísima adhesión afectiva a la comuna no le impida romper con el encumbramiento de la clase obrera? Anuncia que trabajará para hacerse vidente, mediante el desordenamiento de los sentidos. Pero no se puede decir que sustituye el compromiso político por el compromiso poético. De por medio, atravesando ambos, hay un antagonismo de fuerzas. Si no nos damos cuenta de ellas, será imposible penetrar en el evento cuya verdad atraviesa las palabras de Rimbaud: ‘Trabajar ahora, jamás, jamás; estoy de huelga. Ahora me degrado lo más posible. ¿Por qué? Quiero ser poeta y trabajo para hacerme vidente.’ El trabajo de la negación se registra en la frase ‘je m’encrapule’: pasa por allí la idea de la disipación, la degradación, la borrachera. Se ha comparado la actitud de Rimbaud con la de Paul Lafargue en su libro Elogio de la pereza. Sin embargo, no basta pensar en ‘el cuerpo no marcado por el trabajo’ para llegar a las implicaciones del gesto que propone Rimbaud. Ese cuerpo adolescente, veloz y lento a la vez, será la sustancia subjetiva que permite la proyección utópica. Sin embargo, el movimiento que nutre la poesía de Rimbaud no es propiamente utópico. ‘Je m’encrapule’: la misma palabra aparece en el poema ‘Le forgeron’ (El herrero), que cuenta la invasión del palacio real (Tulleries) por parte de la muchedumbre de la Revolución Francesa: crapule rima con foule: ‘la foule épouvantable,’ dice el poema: ‘la muchedumbre horrible.’ Y ‘nous étions souls de terribles espoirs’: ‘estuvimos borrachos de terribles esperanzas.’ El herrero dice al rey: ‘C’est la Crapule, / Sire. Ca bave aux murs, ça monte, ça pullule’ [‘Es la chusma, Señor. Eso babea sobre los muros, eso sube, eso pulula’]. Y habla por y desde la muchedumbre: ‘Nous sommes libres, nous! nous avons de terreurs / ou nous nous sentons grands oh! si grands! . . . / Regarde donc le ciel! – C’est trop petit pour nous.’ ‘Tenemos terrores en que nos sentimos grandes . . . ’; o, según escribió Lissagaray, en su crónica de la Comuna: ‘El sol rojo de la discordia civil derrite . . . todas las máscaras.’ ¿No será eso, precisamente, lo que falta en la democracia actual triunfante, con su palabra-fetiche ‘la transparencia’? Es decir, la insistencia en la transparencia de las instituciones de una sociedad en que la democracia enmascara las relaciones antagónicas, es una forma de enmascaramiento. Todo esto entra en el contenido de la afirmación: ‘yo trabajo para hacerme vidente.’ El poema que manda a Izambard, en la misma carta que hemos citado, revela el costo afectivo del trabajo que Rimbaud se ha propuesto. El poema se titula ‘Le coeur supplicié’ y en otra versión ‘Le coeur volé’: el título y la primera frase invocan el amor erótico: ‘Mon triste coeur’. Sin embargo, rápidamente y de manera violenta, el espacio interior de la poesía amorosa se vacía para llenarse de otro contenido: ‘Mon triste coeur bave a la poupe’. Eso mismo que la muchedumbre hace con el muro (babea sobre él: foule y poupe forman una misma insistencia sonora), el corazón hace con la saliva del tabaco: hábitos del vulgo. El corazón ha sido robado, depravado (depravé), degradado (ravalé); el poema salta del rapto amoroso a lo que la burguesía atribuye a la multitud insumisa: degradación, suciedad. Si en el ámbito de la ideología dominante, cualquier palabra aparecerá blanda, sin acentuación, sin interés, Rimbaud hace lo opuesto: desenmascara el choque de significados opuestos, descubre el ímpetu insumiso precisamente en las denigraciones de la clase dominante. Lo que deprava al corazón no sólo viene de lo que traga y escupe ‘la tropa’ (de la Comuna: allí la experiencia de vivir en el cuartel) sino de los gritos que les salen: ‘un rire general’, ‘leurs insultes’, ‘fresques ithyphalliques et pioupiesques’ , ‘refrains bachiques’. Hay un aire dionisíaco en los gestos de insumisión, lo mismo que encontró César Vallejo en ‘las enunciados populares’ de la guerra civil española, el retorno de lo que la democracia suprime. Escribe Alain Badiou, en su libro sobre San Pablo: La persona que es el sujeto de una verdad (del amor, del arte, de la ciencia o la política) sabe que, en efecto, es el portador de un tesoro, que está atravesado por un poder infinito. Si esta verdad, tan precaria, sigue desplegándose, eso depende solamente de la debilidad subjetiva de esa persona. Así se puede decir, justamente, que la porta solamente en una vasija de tierra, sobrellevando día a día el imperativo – la delicadeza, el pensamiento sutil – de asegurar que nada la quebrante. Se entrecruzan, en Rimbaud, el sujeto de la verdad y el sujeto lírico. En el poema ‘El corazón castigado/robado’ se hace la pregunta sobre lo que el corazón y por extensión el cuerpo es capaz de contener: sopa (‘des jets de soupe’), tabaco, saliva, vómitos, que son la ‘contraparte’ (‘soupe’ rime con ‘troupe’), la encarnación de la violencia social destapada. Que la vasija, el cuerpo, bien podría quedar roto en pedazos, pero que de eso depende la cuidadosa preservación de la verdad: eso es lo que rompe el corazón y da naùsea al estómago, y no las tribulaciones físicas (‘J’aurai des sursauts stomachiques / Moi, si mon coeur est ravalé’). Quizás por allí se puede reconocer en la vida posterior de Rimbaud algo así como una inversión: la extrema fortitud del cuerpo, la capacidad para el suplicio, que serían el otro lado y lo que queda de la capacidad para la verdad: la vasija. ‘Ravalé’ reúne los sentidos de tragar (soportar una emoción dolorosa) y de reducir (por ejemplo, al nivel de los animales): el desarreglo y el pasaje a otra cosa se reúnen en un mismo sitio pero este pasaje carece de rito, o su ritual tendrá que ser la historia misma. ‘Comment agir, o coeur volé?’, termina el poema, sin dar respuesta. Y pasa por ahí otro sentido, más bien trágico: ‘Cuando hayan acabado su tabaco / ¿Cómo actuar, o corazón robado?’ Es decir, cuando acaba la resistencia de los cuerpos la Comuna . . . Ya se sabe qué pasó: un ritual de sacrificio para consagrar la sociedad (la suciedad) burguesa. ¿Por qué no basta la imagen del cuerpo libre del trabajo, ‘no marcado por el trabajo’? Porque eso sería sólo una primera negación, y quedarse allí produciría una objetivación prematura, una resolución a medias que se deja tragar y reabsorber por la lógica sacrificial, o sea por esa lógica que constituye precisamente la penetración de la moral burguesa en un ‘revolucionario’ como Izambard – lo cual sería una tipificación, en pequeño, de lo que según los comentarios de Marx habrá sido el punto débil que dejó expuestos a la masacre los cuerpos de los comuneros. La cita es bastante conocida, pero quizás la lectura de Rimbaud permita que cobre vida la verdad que la atraviesa: ‘La clase obrera no puede simplemente apropiarse de la maquinaria ya existente del estado y utilizarla por sus propios fines.’ La imagen de ese cuerpo adolescente, lento y rápido a la vez como el de un reptil, no deja de ser atrayente, pero justamente porque nos alivia del trabajo todavía por hacer. Congela el trabajo de la negación. Porque la degradación misma es un tipo de trabajo y no meramente una forma de la naturaleza (cuerpo adolescente, lagarto). En la carta a Izambard, después del último verso del poema, Rimbaud añade: ‘Ca Ça ne veut pas rien dire’; el doble negativo agramatical reconoce la fuerza de una ambigüedad irresoluble: por un lado, afirma la negación del sentido dominante, el détournement de las expresiones que acarrean el asco de la burguesía para con los comuneros; por otro, afirma que lo que queda es una nada, un anonadamiento todavía precario. ¿Cuál sería, entonces, la segunda negación, la que preservaría este trabajo negándolo? Antes de intentar entrar en una respuesta, conviene demorarse un poco más en los tipos de naturalización, de cortocircuito, que se han producido frente a la destrucción histórica de la Comuna. Si el terror desenmascara la verdad, entonces se da el problema de cómo preservar esa verdad. Cuando opina Trotsky de opina que ‘fue imprescindible establecer un régimen más militar – es decir más riguroso - en la capital’, sucede algo así como un deslizamiento hacia la solución prematura, ya que al ensalzar el instrumento militar, se disminuye el momento subjetivo con todas sus promesas contradictorias, al supeditarlo a una forma de violencia altamente organizada. Por otro lado, el arreglo estalinista consistiría en la creación de un super-yo social conformado por el sacrificio a ‘la revolución’, es decir en la prematura jerarquización del poder. Podemos ver en el uno y el otro una objetivación que sustrae el momento subjetivo, la suspensión de la temporalidad histórica ¿Cómo preservar ese momento? El poema ‘Qu’est-ce-que pour nous, mon coeur’ parte de la misma forma de expresividad romántica de ‘Le coeur suplicié’ y opta por un aparente desasimiento: Corazón mío, ¿qué nos importan las capas de sangre y brasa, y mil asesinatos, y los alaridos de rabia, sollozos de cualquier infierno que trastocan cualquier orden: y el Aquilón aún sobre las ruinas y cualquier venganza? Nada . . . Y sin embargo esa ‘nada’ se llena del deseo de continuar, no a todo costo, sino de continuar justamente en eso: ‘Nada . . . Pero, aun así, / la deseamos.’ El espíritu y el terror devienen la misma cosa: ‘a la terreur, / Mon Esprit!’ Es la violencia ‘divina’ de Benjamín en estado puro; no hay ninguna meta, ningún motivo trascendente: ‘puissance, justice, histoire, a bas!’ Nada, fuera de la afirmación de una sujetividad no marcada por el trabajo (‘Jamais nous ne travaillerons’), de la producción de una planicie no marcada por la historia (‘passez, / Républiques de ce monde! Des empereurs, / Des régiments, de colons, des peuples, assez!’) ni por la geografía (‘Europe, Asie, Amérique, disparaissez’). Este poema, compuesto de negaciones, llega a la necesidad de negar la muerte como límite absoluto: ‘Qué desgracia, me siento estremecer, la vieja tierra, / la tierra se derrumba sobre mí, cada vez a vuestro lado, / / No es nada, aquí estoy, aquí sigo todavía.’ Esa frase final, extrañamente parecido al ‘¡Kachkaniraqmi!’ (‘¡Somos aún, vivimos!) de José María Arguedas, afirma la infinitud del momento de lucha. Planteamos que los poemas y las cartas de Rimbaud justamente preservan justamente el terreno de ese momento y que en ellos la degradación se cruza con la insurrección para generar la escritura. El sujeto de la degradación sería el deseo indiferenciado, aquello que en la novela 1984 de George Orwell caracteriza a los proletarios y es la razón por la cual constituyen ‘la única esperanza’. Si el deseo indiferenciado define el sujeto de la degradación, ¿en qué forma comienza a emerger el sujeto de la insurrección? Me parece que la respuesta sería que emerge sobre el terreno de la práctica cotidiana de la Comuna, aquello que excedió su práctica política. Entonces la palabra degradación puede entenderse en su sentido estricto de reducir a un rango menor, de desintegrar, desorganizar: ahí se colapsan las jerarquías, especialmente la de la división del trabajo – como se sabe, todos los oficiales de la Comuna recibían un sueldo de obrero. A la vez, esa ‘degradación’ del sujeto social, ese emerger insurreccional del grado cero de lo social, se entrecruza con una transformación puntual del sujeto lírico en el campo de la poesía. Es decir, la degradación no es sólo lo que la burguesía atribuye a la chusma. Es también el efecto real de la división del trabajo. La poesía pasa del ‘corazón torturado’ de la subjetividad romántica al ‘corazón degradado’, y en éste último se da un movimiento doble, una contradicción aguda: la misma condición que impone la sociedad burguesa también está atravesada por la posibilidad de la abolición de la división del trabajo. De ahí que ‘je est un autre’ sea una manifestación de la degradación del sujeto social, pero no de manera pasiva, como es el caso del poema ‘Le coeur volé’ (‘si mon coeur triste est ravalé’), sino como resultado de un esfuerzo específico de trabajo, aquel del ‘desarreglo razonado de todos los sentidos’: por ahí pasa la fuerza de la frase ‘trabajar, ¡Jamás!’ Es decir, en el poema del ‘corazón robado’ hay todavía una irresolución ambigua entre pasividad y actividad: en medio del momento insurreccional, la historia figura como pathos, no se produce la ‘videncia’. En este caso, no hay cambio en el orden de los sentidos y éstos, en lugar de ser los vehículos de una alteración subjetiva, designarían el golpe, el sacudón de la realidad misma (‘Mon coeur est plein de caporal’). En la carta del vidente, de manera contrastante, Rimbaud nos presenta los sentidos involucrados en el trabajo de la producción de la realidad, lo cual lo aproxima a la reflexión del joven Marx: ‘los sentidos se han convertido en teóricos directamente en su práctica.’ La ‘videncia’ de Rimbaud consistiría, entonces, en la negación de la relación pasiva con la historia, aquella negación que comienza a aflorar con la liberación de energías sociales orgiásticas, esas que se ven, en el poema ‘L’orgie parisiense ou Paris se repeuple’, en forma de la luz ‘intensa y loca’ que revuelve ‘los lujos susurrantes’. Precisamente en ese momento la escritura se dirige al sujeto multitudinario: ‘Cuando llega la luz intensa y loca . . . / No van a babear, sin gesto, sin palabra, / En sus vasos, los ojos perdidos en la distancias blancas!’ La negación, una vez más, es ambigua: ¿se trata de seguir estando ‘borrachos de terribles esperanzas’ o de trascender esa borrachera, de pasar de la esperanza a la constitución de una realidad nueva? Se entrecruza la velocidad relativamente lenta de la degradación con la relampagueante (casi imperceptible) limpieza de la superficie en que se registran los signos, en último caso, la superficie del lenguaje. Lo difícil, siempre, está en conseguir que la lectura preserve el trabajo transformativo de la degradación y no caiga en la apropiación subjetivista. El sujeto que se prolonga tanto en la ‘poesía subjetiva’ (en la acepción que le da Izambard), sería precisamente aquel que permite que la sociedad de la sumisión al trabajo se enmascare, que los sentidos se utilicen como la pantalla ideologizante que impide la videncia. Lo que no deja de ser difícil, sin embargo, es saber cómo leer el despliegue de efectos luminosos en los poemas que siguen la decisión por el desordenamiento de los sentidos, por ejemplo en ‘El bote borrachobarco ebrio’ o el poema de las vocales, sin caer en el relato del poeta maldito, que poca relación tendría con el desenmascaramiento de la realidad. Uno de los problemas por sortear es el estarse acostumbrados a que los relatos de la videncia se concilien con el orden social dominante, sea gracias a un surrealismo aguado y conservador, o mediante un lenguaje religioso (tipo ‘New Age’), por adjudicándoles el término ‘alucinaciones’. El discurso de Huxley, en Las puertas de la percepción, quizás sea un caso representativo. Tras haberlaes privilegiado por encima del lenguaje, Huxley no obstante relata las experiencias de la luminosidad infinita (facilitadas por la mescalina) como si fueran compatibles con el discurso social dominante, con la objetivación de los sentidos humanos en la mercancía. Pero si la videncia constituye la síntesis de la realidad misma, entonces estaría antes del evento – precisamente como lo afirma Rimbaud: ‘elle [la poesía] sera en avant’. Estar antes, o sea en lugar de sufrir la historia (pathos), estar antes de ella. Y esto sería lo más difícil de todo. Quizás se relacione con el jetztzeit, el tiempo-de-ahora, de Benjamín, que se desencaja, en el relampagueo de los momentos mesiánicos, del encadenamiento temporal de la historia; lo cierto es que implica un esfuerzo descomunal. La videncia consiste precisamente en eso y no en la maquinaria surrealista; Rimbaud se parece más a Artaud que al Surrealismo. Si el poema de las vocales, cuyo título, ‘Voyelles’ ocupa un espacio sonoro semejante a la palabra ‘voyant’ (vidente), se ha tomado como expresión esencial de cierta poética de la ‘alucinación’, conviene considerar brevemente de qué manera se intersectan con la materia de expresión poética los sentidos desenchufados del ordenamiento social. El poema se desplaza hacia la materialidad de las palabras en cuanto sonido puro – las degrada – y escenifica el sonido como evento que sucede en el escenario, o superficie, del conjunto de los sentidos. Al privilegiar el sonido, elemento que normalmente se subordina al significado, el poema da vuelta al lenguaje, expone sus bases materiales suprimidas, impide la deriva sacrificial de la significación. El tejido sonoro despliega una sucesión de sonidos cuya yuxtaposición específica produce exceso de saliva en la boca cuando pasan por los órganos del habla; la sucesión de olores y los sabores punzantes, salados (‘puanteurs cruelles’, ‘sang craché’) requiere un estómago fuerte; finalmente el universo sonoro llega a su punto cero, una superficie de silencio (‘silences traversés des Mondes et des Anges’) que, al recortarse contra ella los sonidos, permite las imágenes por su parte también se zafen de las continuidades regidas por las leyes de equivalencia dominantes. Quizás, entonces, el desordenamiento de los sentidos siempre habrá estado en peligro de recaerse en la pasividad, en la conformidad, y hablar de la alucinación habría facilitado aquello, justamente porque produce la apariencia enmascarante contraria, al revistirse de una actitud rebelde. Lo cierto es que el libro "Una temporada en el infierno", que ha llegado a ser fuente principal de las alucinaciones para cierto discurso crítico, en realidad registra una lucha singular contra la recaída en la pasividad – en la aceptación de la realidad. El poema ‘El imposible’ vuelve al asunto del trabajo, pero esta vez, en lugar de la desconfianza hacia la valorización social del trabajo y la sumisión que requiere, más bien toda la exigencia se coloca más bien en el trabajo espiritual, categoría que incluiría el desordenamiento de los sentidos pero colocándolo en un plano mucho más extenso que se compone de orientaciones de gran alcance. Éstas pueden entenderse en el sentido de disposiciones del horizonte de la civilización: se rechaza a occidente (‘las palmas de los mártires, las glorias del arte, el orgullo de los inventores, el afán de los saqueadores’) y se abraza a oriente (‘volví al oriente y a la primera y eterna sabiduría. – ¡Se parece a un sueño de pereza grosera!’). El deseo de oriente se nutre del hecho que la suma ciencia + cristianismo = la repetición de verdades obvias, a tal punto que la naturaleza misma se aburre. La humanidad se juega y ‘se delude’ en esa repetición: mejor la degradación. Oriente y occidente, al liberarse de la narrativa histórica y teleológica, se convierten en realidades puramente espaciales (‘Filósofos: El mundo no tiene edad. La humanidad se desplaza, simplemente’): una planicie lisa, capaz de atravesarse a gran velocidad, a la velocidad del pensamiento. La conciencia que articula el poema, al afirmar una visión absolutamente horizontal de la historia, para la que no habría precedencia de occidente (progreso) sobre oriente (paraíso, edén), llega a un límite en que ya le es imposible ejercerse como conciencia. Le falta una imagen o concepto del desplazamiento, que en este momento viene a ser la deriva del poema mismo. Como en las fábulas (recitales) sufíes, éste es el momento (lugar) en que falla el conocimiento: Ten cuidado, mi espíritu. Nada de decisiones violentas por la salvación. ¡Ejércete! - ¡Ah! ¡la ciencia no va suficientemente rápido para nosotros! - Pero percibo que mi espíritu se duerme. Si estuviera siempre despierto a partir de este momento, pronto llegaríamos a la verdad, que tal vez nos rodea llorando con sus ángeles En el momento mismo en que la conciencia se convierte en voz y se dirige al sujeto para decirle: ‘¡Ejércete!’, es decir, esfuérzate, trabaja, también dice: ‘me doy cuenta que mi espíritu duerme’. Llega a este punto extremo la negación. Es posible enunciar ‘la ciencia no va suficientemente rápido’ y que, en el mismo acto de afirmar la insuficiencia del conocimiento, esa negación no baste para pasar más allá del límite: ‘- Pero me doy cuenta que mi espíritu duerme.’ ¿Qué quiere decir que el conocimiento (que incluye la ciencia) es demasiado lento? Habría que fijarse en el hecho de que el poema da un salto, desde la temporalidad de la Iluminación mas el cristianismo (‘después de esta declaración de la ciencia, el cristianismo’) a una visión teológica de la verdad (‘llorando con sus ángeles’). No hay punto medio. Esta es la agonía, el ‘infierno’ de Rimbaud. La sumisión al sueño constituye la forma del instante presente. El despertar absoluto, la verdad, se coloca en el futuro y el pasado: ‘Si estuviera siempre despierto a partir de este instante . . . Si [el espíritu] hubiera estado despierto hasta este momento, yo nunca hubiera cedido a los instintos deletéreos.’ Llegamos a un momento aparentemente más allá de toda negación: de la pureza por la suciedad, del occidente por el oriente, del progreso por el Edén. Sin embargo, es un instante vacío, no tiene lugar; sólo está lo imposible, la negación en estado puro: ‘Desgarradora desgracia!’ El no haber cedido ‘a los instintos deletéreos’: entonces, no hubiera sido necesario el trabajo de la degradación. Pero es precisamente ‘el trabajo humano’ aquello cuya ‘explosión’ echa fragmentos de luz ‘a mi abismo’. La poesía de Rimbaud vuelve al asunto del trabajo pero ya afirmando la identidad del trabajo físico y el trabajo espiritual. Anular esta oposición sería el fin de todo academicismo, de todo moralismo aburrido (la dignidad del trabajo, etc.): nada de pedantería, nada de multiculturalismo, nada del capitalismo del conocimiento. Sin embargo, el poema se compone de virajes extremos y veloces; irrumpe la voz del progreso: “No existe la vanidad: ¡adelante! ¡Hacia la ciencia!” dice el Eclesiastés moderno, es decir todo el mundo. Y sin embargo se amontonan los cadáveres de los malos y los vagos encima del corazón de los otros . . . Que no existe la nada, que siempre hay algo, todo le sirve al progreso, todo tiene sentido (el relato de la acumulación), todo es útil; no existe el cero, aquel derrumbe en que ‘comienzan a cruzarse todos los símbolos entre sí’ y que por lo tanto permite que el grado cero de la forma poética se intersecte con el grado cero de lo social. ¿Quiénes persiguieron la utilidad de los cuerpos humanos hasta el punto de fabricar jabón a base de la grasa humana? ¿Y quiénes sostienen que todo egoísmo privado se convierte, gracias a la economía del mercado, en bien público? Como se ha dicho más de una vez, la obra de Rimbaud se dirige al futuro, se va cargando de historia. Se ha demostrado en detalle que el lenguaje poético de Rimbaud acarrea el evento de la Comuna como fuerza que carga a la lengua; que utiliza no sólo los eslóganes de la Comuna sino las palabras y frases por las que fue denigrada: que su poesía va cargada de ese sacudimiento semántico y lo prolonga. Sin embargo, quisiera sugerir que no hubiera logrado llevar a cabo ese trabajo si no fuese por el grado extremo de negación que alcanza a sustentar. Escribe: ‘Pero el reloj que no dará nada sino la hora del puro dolor no ha llegado todavía.’ Esa nada niega el no-dolor que es el placer, la sustitución del dolor por el placer, y por ahí el nacimiento del símbolo, de lo simbólico (para no hablar de la sublimación, aquella sustancia de la civilización). Justamente aquí se desvela esa segunda negación que ya mencioné. Y también escribe: ‘La vida florece gracias al trabajo, vieja verdad: en cuanto a mí, mi vida carece del peso suficiente, ella vuela y flota lejos encima de la acción, ese punto querido del mundo.’ Es decir, niega el motor del lenguaje, niega el motor de la historia. Mejor dicho, los pone en suspenso en nombre de eso que llama ‘cambiar la vida’. Sobreviene un extraño epílogo. Me refiero no a la vida del post-poeta, sino a Las iluminaciones. Si "Una temporada en el infierno" habla de la posibilidad de un evento supremo, el libro posterior habla desde una planicie extrañamente sosegada, como si el sujeto hubiera pasado ya por la muerte: ‘no bajará otra vez desde algún cielo . . ya está hecho, puesto que él es, y es amado . . . la terrible velocidad de la perfección de las formas y las acciones.’ *Catedràtico inglés es coordinador del Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos del King's Collage del London University.

5 comentarios:

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