21.4.10

Entrevista a Verástegui

Por Victoria Guerrero Peirano En la mitad del camino de la vida, el poeta Enrique Verástegui (Lima, 1940) nos habla desde su soledad en Cañete, en los extramuros de un mundo construido por el espejismo de las palabras. Silencio. El presente está lleno de silencios, de vacíos, de libros. Pero el pasado, repleto de viajes, de amores, de historias almacenadas en el alma y en la mente con fechas terriblemente exactas. Tu memoria, elogiada como un prodigio, ahora después de tanto tiempo, parece haberse convertido en tu enemiga. Una enemiga que impide el olvido, el olvido que te hace falta para construir tu presente. Tu nueva historia en una Cañete perdida y anodina, en la que vives desde hace 15 años. Entonces, qué puedo hacer para hacerte decir tu presente sino solo oír tus silencios o acentar con la cabeza cuando me preguntas de rato en rato, tremendamente preocupado, si la estoy pasando bien. Pero tú sabes que no la estoy pasando tan bien porque he venido por ti, para saber de ti y tú no me dices nada, sino solo tus historias de siempre: que vives con la esperanza de obtener un trabajo y regresar a Lima; que en 1969, ingresaste a San Marcos a estudiar economía. En 1970, formaste parte del grupo Hora Zero. En 1971, publicaste tu primer libro, En los Extramuros del Mundo. En 1975, te casaste con la poeta Carmen Ollé y luego te dieron la Gugenheim y te fuiste a Europa. Cuando volviste, Lima ya no era la misma, ya no había sueños sino violencia, te detenían en cualquier esquina para pedirte tus papeles, te desalojaron de tu casa y te separaste de tu esposa y de tu hija. Sin embargo, no es eso lo que me importa, querido Jarry (como te solía llamar tu abuela), esas historias ya me las sé porque no haces más que repetirlas a poetas y reporteros que pasan furtivamente por tu refugio de Cañete, donde mataperreaste y te hundiste en parques y bibliotecas aquellos días de tu niñez y de tu adolescencia; y a donde tuviste que volver, cosmopolita y solo. Desde entonces vives recluido en tu pequeña biblioteca, repleta de libros, de dibujos, de recortes amarillentos de periódicos que hablan de tu obra y que tal vez sólo tú leas, porque no todos los días llega un cristiano a visitarte y porque no tienes sino uno o dos amigos por allí. Todos esos diarios hablan del pasado, incluso el más reciente no hace más que hablar del maldito pasado. Te dan en la yema del gusto y tú solito te jaraneas o quizá ya no tanto. Entonces te sientas a escribir, a anudar las palabras, a sacarles la mierda y creas versos infinitos, poemas enormes que parecen no tener fin, como si quisieras que esa aventura nunca se terminase y la repites una y otra vez como un buen trago ardiendo en la garganta. Y, sin embargo, todo ha de tener su fin aunque no queramos. Y estoy casi segura de que ese recomenzar es lo que te jode. Por eso te gustan los jóvenes, porque ellos representan eso que te cuesta tanto: la renovación de la especie, el renacer de la humanidad, la esperanza que tanta falta te hace ahora. Ahora que recorres tu propio infierno en silencio. Te invito a tomar una cerveza para huir de esta asfixia, de todo este ambiente estrechísimo y repleto de humo. Titubeas porque estás esperando a un amigo, a un odontólogo que viene de Lima, pero por fin accedes. Me cuentas que tienes una infección dental y ya te han sacado tres muelas en el servicio de salud de Cañete. Tienes miedo de que la infección avance y te quedes ciego ¿y qué harías ciego y viviendo en el pasado? ¿qué harías ciego y rodeado sólo de libros que ya no podrías leer? Está fregado ¿no? por eso te doy la razón al preocuparte, por eso te paso que nos dejes solos a cada rato al Kike y a mí para irte a llamar por teléfono, para saber por qué no llega, para decirle dónde nos puede encontrar. El Kike me anima y me dice que después de unos tragos, hablarás. Pero, eso ahora es imposible porque estás tomando antibióticos, así que no puedo insistir. Pides una gaseosa extraña, de color rojo, llamada Fiesta. Comienzas a hablar, pero te cortas, sales a llamar por teléfono, regresas, tomas un trago que te deja la lengua rojiza, luego sales presuroso, rumbo a quién sabe dónde. Al fin vuelves y empiezas a contarnos de París, era el sueño de todo artista en aquella época ¿no? y tú lo hiciste realidad. También recuerdas Lima, porque seguramente los años terribles y mejores los pasaste allí, en la ciudad que te abrió las puertas hacia la felicidad y más tarde te tiró un portazo en la cara, porque quizá a veces no hacemos lo suficiente para mantener viva esa felicidad. Mientras toma un trago largo se le ilumina el rostro: acaba de llegar su amigo Gerson, el dentista. Y tu gran alegría en la vida —según me has dicho— es que te visiten los amigos Y no quiero estar solitario no quiero ni puedo. Y, sin embargo, llevas 15 años solo en Cañete y muchas veces ya te has dejado abatir por el tedio: cada vez eres menos estricto con los horarios y no sabes hacer otra cosa más que escribir y leer. Te han invitado algunas veces al extranjero en todo este tiempo, pero no has querido ir, tienes miedo, ya te acostumbraste a Cañete y cada vez es más difícil, más pesado salir y enfrentarse a la incertidumbre de lo que vendrá. Gerson es también poeta. Trae unas plaquetas y nos las regala. Desde que llegó, intuí que no debía de ser limeño, por el modo particular de hablar de aquellos vienen de la sierra, pero viven desde hace mucho en la capital. Entonces abro la pequeña publicación: nació en Huancayo y es profesor de odontología en San Marcos. Conoce al poeta desde hace tiempo (aunque no precisa cuánto) y cada vez que le habla se dirige a él con cariño y respeto. Es un padre amoroso y engreidor, y tú estás feliz de la vida, se te nota, pareces un niño. Puedes pedir todo lo que quieras, que tus deseos se te concederán. Claro, deseos pequeños, mínimos: un pescadito, un cigarrito más, otra Coca-Cola. ¿Pido otra cajetilla?, por supuesto, lo que quieras —dice Gerson—Y sí, pues, total es sólo una tarde, unas cuantas horas para demostrarle al poeta su estima, unas cuantas horas para hacer feliz a su amigo Enrique Verástegui, pues lo más probable es que no regrese en un tiempo mucho mayor al de toda esta tarde. Conversamos de muchas cosas, sobre todo de poesía y política, el poeta calla y observa. De vez en cuando opina, ¿Qué pasará por tu cabeza, por debajo de toda esa maraña de melena zamba y de remolinos de lecturas y erudición? Por dios, algo tiene que ser tu presente, porque todavía vives y tu corazón palpita cuando llegan los amigos. Además, me has dicho que no eres ni triste ni alegre, sino sólo un hombre sereno. Aunque a veces hay que gritar y llorar para que sepan que estás vivo. Así pasan las horas, nosotros cuatro un tanto ebrios por el alcohol y la charla; él, adormecido por los más de dos litros de Coca-Cola que ha bebido. Me ha prometido un libro y me regala una biografía de Leopardi, el poeta italiano del S. XIX, que murió joven. A veces piensa en la muerte, pero no le tiene miedo —me ha dicho— a lo que le tiene miedo es al no ser, al cambio de la vida a la muerte, a ese no existir. Entonces, sí, sabes que existes, que por eso escribes, que por eso tal vez quisieras miles de cosas más que no suceden, porque también hay que hacer algo para que sucedan, hay que pedir, pues, pero tú no sabes cómo. Los jóvenes te quieren. También tu fama de maldito ha contribuido a eso, aunque tú no te la creas, pero ellos solo te pueden traer a Lima muy de vez en cuando para que les presentes sus libros, para que te tomes unas cervecitas con ellos y los dejes revolotear alrededor del ángel negro. Pero como ahora, cuando se acaba el dinero y la charla, cuando comienza a amanecer, ya es hora de irse a casa. Nos miras con nostalgia y nos arrancas una promesa: volver. Y entonces quedas otra vez solo sin nadie con quien cruzar una palabras, una idea. Otra vez en tu soledad, en tu mundo construido por cantidades babélicas de palabra escrita, por tu laberinto, que quizá algún día sea necesario desmadejar. Y a nosotros el corazón nos quema más que un buen vaso de brandy en el estómago*. * de En los Extramuros del Mundo (Editorial Milla Bartres, 1971) Lima, 12 de agosto del 2000

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