Por Javier Ágreda
Cofundador del grupo Kloaka, Domingo de Ramos (Ica, 1960) es una de las voces más originales y valiosas de la generación poética del 80; especialmente porque en su poesía irrumpe la cultura de los barrios periféricos limeños (los llamados “pueblos jóvenes”), hasta entonces ausente en nuestra literatura. Y lo hace con la violencia y el lenguaje propios de esas zonas, elementos que el poeta integra a un discurso torrentoso y alucinado que remite a la tradición de autores como Juan Ojeda y Enrique Verástegui. Tras cinco años de silencio, de Ramos vuelve a la poesía con Dorada Apocalypsis (Intermezzo tropical, 2009).
Seis poemas largos componen este nuevo libro, y todos ellos giran en torno a las relaciones de pareja (amorosas y eróticas) de personajes más cercanos al mito que a la realidad. En “Muñeca quemada”, el primero de los poemas, la pareja parece encarnarse en diversos épocas y contextos: un conquistador y una nativa americana en el siglo XVI, dos militantes izquierdistas de mediados del siglo XX, un pishtaco y una campesina, dos limeños de hoy, etc. Algo similar sucede en otros poemas del libro: “Clímaco” (nombre tomado del conocido “asesino del martillo”), “Torokuna” y “La Quimera de la Condesa”.
Así, De Ramos continúa aquí con la propuesta de sus poemarios Luna serrada (1995) y Las cenizas de Altamira (1999): hacer una versión posmoderna del mito de Adán y Eva, en la que las alusiones a diferentes épocas hagan notar que lo apocalíptico (un mundo a punto de colapsar y en el que imperan el odio, la violencia y lo decadente) no es patrimonio de nuestro tiempo. Un acierto del autor, que logra finalmente trasladar las características más saltantes de su peculiar universo poético, del ámbito urbano limeño de sus primeros poemarios –Arquitectura del espanto (1988) y Pastor de perros (1993)– a toda la cultura occidental y lo humano en general.
En lo formal, notamos un cierto desgaste de la retórica kloakiana. Nuevamente De Ramos se deja arrastrar por el impulso y la sonoridad de las palabras, alargando los versos hasta llegar a la prosaico, trasgrediendo las reglas gramaticales y cayendo recurrentemente en errores y feísmos: “Un encapuchado aire que te asmea”, “te vuelves Diarreicamente bella como una tostada con mermelada”, etc. El autor confiesa, en uno de los poemas de Dorada Apocalypsis, que “Mi mano escribe como mi boca habla”. En la fidelidad y el rigor con que aplica esa poética radican tanto los aciertos como los excesos de su obra.
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