24.2.11

Sabato y las bellas artes La novela intenta explorar y encontrar un sentido en la existencia del hombre, y eso a menudo resulta incompatible con la obtención de la “mera” belleza. Intenta dar la totalidad del hombre. Y ésa es también la pretensión de la metafísica, pero no de las bellas artes. Gente como Shakespeare, Dante o Melville no se propusieron nunca (que yo sepa) la belleza como fin, sino el encarnizado examen de nuestra condición humana, la exploración de sus abismos y límites. Es claro que en esta tarea hay la posibilidad de belleza, pero ya no de esa “mera” belleza que se logra cuando se le busca por sí misma, sino de una belleza grande y trágica, desgarrada por la disonancia y el horror, por la fealdad y la violencia. Todas las grandes tragedias escritas por el hombre, desde Edipo hasta Tolstoi, poseen ese género de temible belleza que resulta no cuando se le busca, como sino cuando se le encuentra en esos grandes abismos. Cuando se le busca, como es propio en los escritores esteticistas, ni siquiera se encuentra la belleza: apenas un pálido y apócrifo simulacro. El Estado contra el artista Confucio no apreciaba el arte sino por los servicios que podía prestar al Estado. Platón no admite más que los poemas en honor de los próceres y dioses, y en las Leyes prohíbe todo arte que no sea útil a la República. Pero el fenómeno se agudiza en las grandes revoluciones (y esto es una gran paradoja aunque en muchas revoluciones no sigan esta ley), lo que en muchos sentidos es explicable: esos rebeldes son siempre peligrosos para el Estado. No hay, pues, que asombrarse de los extremos a que se llegó en Rusia. Ya Rousseau denunciaba el carácter corrupto del arte. Luego, Saint-Just en la Fiesta de la Razón exige que la Razón sea personificada por una persona virtuosa antes que bella. La Revolución arrasa con el arte y no produce ningún escritor de importancia, guillotinando al único poeta de su tiempo, mientras en los escenarios se ponen obras que se denominan El esposo republicano o Republicana y virgen. Los saint-simonianos exigen después un arte “socialmente útil”, y los progresistas del mundo entero exigen que la creación artística esté al servicio del desarrollo y del mejoramiento de la humanidad, llegando a proclamar los nihilistas rusos que un par de botas es más útil que todo Shakespeare. Graham Greene dice que la benevolencia del Estado, su interés por el arte, es más peligrosa que su indiferencia. Y que los estados burgueses ofrecen dádivas a los artistas que pronto obligan a pagarlas. En opinión de Greene (que me parece irrefutable), el escritor debe mantener su “deslealtad” , que no es otra cosa que su derecho a decir siempre la verdad, contra toda supeditación política, moral o ideológica.

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